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LA CHICA DE LA HELADERÍA

Hace ya varios meses que tuvo lugar este acontecimiento que ahora os estoy relatando; fue uno de esos sucesos que suelo denominar como “pequeñas cosas” que hacen que el paso por la vida merezca la pena. Cuando terminéis de leerlo seguramente pensaréis que no se le debe dar tanta importancia a estas minucias que, si acaso, tan sólo servirían para contar como anécdotas el mismo día que ocurren, para pasar rápidamente al olvido.
Hace ya varios meses que tuvo lugar este encuentro que ahora os estoy relatando, y sigue fresco en la memoria, como el día que aconteció, luego me es imposible calificarlo de minucia. No lo hice entonces, ¿Como hacerlo tanto tiempo después?
Acababa de almorzar y con el estómago repleto me dirigía hacia el trabajo. Recuerdo estar muy agobiado entonces, los exámenes, el trabajo, las cosas que deberían ser y no eran; no tenía motivos para sentirme bien, y no lo estaba. Entre tantos pensamientos turbios caminaba y caminaba sin darme cuenta de lo que me rodeaba; no paseaba, sólo andaba. El sofocante calor de la por entonces bien entrada primavera me llevó en volandas a una heladería de la calle Larios. Aparqué mis ideas a un lado para centrarme en la elección de mi suculento helado. Decidí, y me dirigí a la barra para pedir. Al fondo estaban tres empleadas. La más mayor ordenó a la más joven, una preciosa chica morena con el pelo recogido en una cola y con ojos negros, que me atendiera. Ésta se me acercó con pasos dubitativos y una sonrisa nerviosa que la delataba, y con una voz que pareció quebrarse me preguntó-¿Qué desea?- Era su primer día de trabajo y yo su primer cliente. A pesar de no ser el trabajo ideal ella parecía estar ilusionada. Resolví regalarle la mayor de mis sonrisas y ser lo más amable posible: -Una tarrina de vainilla por favor- Se dio media vuelta en busca del pedido, pero rápidamente volvió, se le había olvidado preguntar: - ¿De que tamaño?- Lo hizo entre sonrisas, más bien provocadas por el nerviosismo que por la situación; sin duda se percató de que yo sabía que era el primer cliente al que atendía. Finalmente me trajo mi helado y se dispuso a cobrarme. No sabía el precio, y por supuesto se equivocó al darme la vuelta. No paraba de sonreír tímidamente, sonrisas a las que yo respondía con sincera reciprocidad. Me despedí mirándola a los ojos y dándole las gracias. Ya entonces ella, sin saberlo, me había alegrado el día y aportado la ilusión que me faltaba; olvidados quedaron mis problemas, al menos durante un buen rato.
Salí del local preguntándome si la volvería a ver algún día, si se acordaría de mi si volviera a la heladería, si mis sonrisas la habrían ayudado en algo... Al fin y al cabo, fui su primer cliente.

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