Blogia
songsfromaroom

Relatos

OLAF THORN: BIOGRAFÍA DE UN ALTEREGO

Estoy cansado. Cansado de todo, cansado de mí, cansado de ti que no llegas, cansado de la vida que llevo, de los entresijos que manejo, de no saber a donde quiero ir y de hasta donde puedo llegar; no hay dinero en el bolsillo, tampoco esperanza. Esta no frecuenta los lugares nublados que visito en sueños que no lo son. Y las nubes traen consigo la amargura que cala en el que se sabe desconcertado, perdido, olvidado, cansado.
Cansado de olvidar mis prioridades y dejar a un lado mis principios en favor de desgraciados que no lo merecen; ya no soy quien era. No sé quien soy. ¿Soy alguien acaso? Fuera lo que fuese, lo he olvidado; ya no soy. Estoy cansado; cansado de quejarme de mi desgracia, cansado de intentar sobreponerme en fatuos esfuerzos para salir del pozo de mierda en el que estoy sumido desde hace ya demasiado tiempo y del que no recuerdo haberme ausentado, ni en mis orgías de pastillas y drogas, ni en mis infructuosos intentos de suicidio. No tengo recuerdo alguno del exterior...la luz, el cielo, el mar, son conceptos que han perdido su significado, su forma, su color, realidades olvidadas; amor, consuelo, cariño, justicia, fraternidad, beso... palabras sin contenido que no encierran virtud alguna; letras se une a letras y las forman, para mi aleatoriamente. Al pronunciarlas sólo escucho vocablos inconexos; no consigo distinguir si alguna vez existieron, si tuvieron razón para hacerlo. Cansado de no acordarme, cansado de no esperar ni buscar una vida mejor, cansado del conformismo que me envuelve en sus poderosos brazos oprimiendo cualquier atisbo de ambición.
Cansado de intentar olvidar a una, de no querer a otra, cansado de esperar la adecuada, que no llegará; no vendrás, estas muerta, como yo desde que te espero, desde que te inventé, desde que surgiste de una mente enrevesada como la mía, desde que te creé.
Yo, como tú, ya estoy muerto, pero tú nunca naciste, y aún así, me has matado.

UN ALMA ENTERRADA BAJO MIS PIES

Un día como otro cualquiera, podría ser hoy, repaso los abatares de mi existencia. De cómo perdí mi inocencia apenas me queda recuerdo alguno; sobre mi adolescencia reminiscencias bañadas en alcohol e impregnadas en humo de tabaco y salteadas de sexo a retales; de cómo alcancé la madurez difusos y confusos retazos de tiempo almacenados en un tiempo que no tiene espacio. Espacio, sólo me queda espacio; ¿tiempo? El que perdí contigo. Contigo y con ninguna otra. Contigo, por ti, por tu culpa. Sólo para encontrarte perdí mi tiempo, y con el tiempo perderte, y con perderte la esperanza, la esperanza de encontrarte.
Jamás te volví a conocer allí donde te visité. Te busqué por todos los cuerpos pero nunca te hallé. Ya no me quedan fuerzas para buscarte. No puedo hacerlo si te odio. Te odio. Te odio a muerte por no estar, te odio a muerte por no existir. Por tu culpa estoy solo. En mi afán por encontrarte, ávido de tu presencia, de tu existir, razón de mi ser, fui buscándote en todas las personas que conocí tiempo atrás. Vano fue el esfuerzo pues en ninguna de ellas te hallabas. Personas con las que perdí mi tiempo; tiempo que quisiera recuperar, no contigo sino junto a ellas; descubrir su don y no buscar el tuyo. Pobres de ellas, pobres de mi, les hice sufrir como tu a mi.
Caminábamos juntos un rato, nos conocíamos, nos gustábamos y nos alejábamos tan de repente y tan sin razón como llegábamos.
Hoy me arrepiento. Me arrepiento de buscarte en todas partes cuando sólo estás dentro de mí.
Y lloro; lloro hasta la desesperanza por haberlas perdido. Pero de qué sirve llorar si por cada lágrima derramada hay un alma enterrada bajo mis pies.

MONOTONÍA

MONOTONÍA Oscuro como un pantano es el rostro de la madre. Está sentada con sus anchas caderas sobre la mesa, masticando. Contra la pared se apoya el reloj de pie, un gigante que marca las horas sin pausa, las horas del arrepentimiento, las horas de las oraciones, las horas del crepúsculo, las horas de la mañana, el día con sus horas.
Y la noche.
La madre no mira al gigante. Dirige la vista a la ventana y escupe con desdén. Afuera germina la semilla, florece y se marchita.
En el oscuro pasillo se mueve una sombra escuálida, su marido.
-¿Hago café?- pregunta malhumorado.
La madre no ha oído nada. Está roncando. Y mientras ronca pare tres hijos. El niño está muerto, las dos niñas viven.
El hombre coge las niñas y las lleva a la habitación, donde ya hay muchos niños. Al niño lo deposita fuera en el sembrado. La madre se ha despertado y mastica de nuevo. El hombre va al establo y se emborracha. Las vacas rumian, como la madre.
El hombre sacrifica una vaca. La madre se la come, y él y los hijos. La simiente germina. Todos comen pan y beben a cucharadas la leche de la madre y de las vacas.
El hombre está acostado sobre la estufa y duerme. La madre vuelve a parir dos hijos. Las vacas rumian. El padre sacrifica a la madre. Se la come con los hijos, también el perro recibe un pedazo. El hombre se da cuenta de su equivocación, va al establo y se emborracha.
Mientras tanto, la hija mayor trepa a la mesa. Una sombra se mueve en el pasillo, un hombre extraño. El reloj de pie marca las horas del crepúsculo y otras.
Y la noche.
La hija pare dos hijos. Cuando el padre regresa y ve todo, llora un poco. Más tarde se tumba al sol y se queda tendido.
El desconocido le entierra bajo la simiente que germina. La hija mastica. El desconocido se dirige al establo y se emborracha.

(Relato de Michael Ende)

CANCIÓN DE PAJAROS MUERTOS

Era una tarde de Octubre, oscura por el cielo entoldado de nubes que amenazaban con acabar con la paz reinante en la que los pájaros muertos cantaban canciones de Leonard Cohen, canciones que sólo los muertos pueden escuchar y entender.
Era el preludio de una muerte anunciada.

Allí estaba yo, subiendo la cuesta que desembocaba a la desesperación, sólo un cigarrillo me acompañaba en mi camino; me pregunto si era yo el que tragaba su humo o era él el que aspiraba mi alma. No lo sé ahora, no supe nunca...y no me importa. Iba en dirección a Stones, una cafetería del centro de la ciudad. Podría haber ido a cualquier otro sitio si hubiera querido, pero los pájaros muertos me guiaban, me empujaban hacia allí con su canción, una canción de difuntos para difuntos.
Era el preludio de una muerte anunciada.

Llegué, absorto en mis divagaciones mentales, pensando en que echaba de menos a alguien que todavía no conocía. El pitillo permanecía encendido, le pegué una calada profunda, o él me la dio a mi; me es imposible hacer la distinción. Entré, pedí un café turco sin azúcar, y me senté en la mesa más apartada del local, solo, tal y como había estado toda mi vida. El aburrimiento me llevó a observar al personal: una pareja, insípida y superficial, como supongo serían sus temas de conversación; una comuna de cabrones riendo y alborotando; lo sé por sus gestos, porque no era capaz de oírles, sólo escuchaba a los pájaros que continuaban en su empeño de hacerme entender su triste canción. También había una familia: padre, madre, hijo e hija. La pequeña brillaba con una luz especial. Yo la reconocía, no a ella, sino a su luz, una luz del mismo color que la mía pero más intensa debido a su juventud e inocencia que dolían con sólo mirarla. Entonces ella abandonó su asiento junto a sus padres para acercarse a mi mesa con pasos demasiado seguros y maduros para ser una niña. Me percaté de que no era ella la que andaba, era su resplandor, y este era su alma, que era la mía, y vino a fundirse en un solo hálito de vida que me consumió.
“Por fin te he encontrado, aunque en realidad nunca me has abandonado, porque tú eres yo, y yo soy tú. Sé que es amargo pero este mundo no nos corresponde, somos un error. No llores porque nos volveremos a encontrar en otro tiempo y otro lugar, porque la luz es eterna, ha brillado siempre, y siempre existirá. No desesperes porque esa es la única muerte.”
Oí todo eso sin necesidad de que ella tuviera que abrir sus labios; fue lo único que calló a los pájaros y con ellos a su canción. Luego ella se marchó con su luz, debilitada por el fortuito encuentro.
Era el preludio de una muerte anunciada.

Salí del local, sabiendo que no podía alcanzar ya nunca más la felicidad, no en ese ‘ahora’, no en ese ‘lugar’. Me di cuenta de que el cigarro se había consumido, encendí otro que me acompañaría en el paseo de vuelta a casa a la que no llegaría nunca. Los pájaros seguían entonando su canción de muerte; era la mía.

Fui feliz por un instante pero, como tal, pasó. La certeza de no poder volver a conseguirla me oprimía el pecho con cada calada que fumaba del fuego de mi alma. Y así, consumido por mi tristeza y agonía, como las cenizas ardientes de un cigarro, lo comprendí justo antes de desaparecer...los pájaros me daban la bienvenida al reino de los muertos.