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CANCIÓN DE PAJAROS MUERTOS

Era una tarde de Octubre, oscura por el cielo entoldado de nubes que amenazaban con acabar con la paz reinante en la que los pájaros muertos cantaban canciones de Leonard Cohen, canciones que sólo los muertos pueden escuchar y entender.
Era el preludio de una muerte anunciada.

Allí estaba yo, subiendo la cuesta que desembocaba a la desesperación, sólo un cigarrillo me acompañaba en mi camino; me pregunto si era yo el que tragaba su humo o era él el que aspiraba mi alma. No lo sé ahora, no supe nunca...y no me importa. Iba en dirección a Stones, una cafetería del centro de la ciudad. Podría haber ido a cualquier otro sitio si hubiera querido, pero los pájaros muertos me guiaban, me empujaban hacia allí con su canción, una canción de difuntos para difuntos.
Era el preludio de una muerte anunciada.

Llegué, absorto en mis divagaciones mentales, pensando en que echaba de menos a alguien que todavía no conocía. El pitillo permanecía encendido, le pegué una calada profunda, o él me la dio a mi; me es imposible hacer la distinción. Entré, pedí un café turco sin azúcar, y me senté en la mesa más apartada del local, solo, tal y como había estado toda mi vida. El aburrimiento me llevó a observar al personal: una pareja, insípida y superficial, como supongo serían sus temas de conversación; una comuna de cabrones riendo y alborotando; lo sé por sus gestos, porque no era capaz de oírles, sólo escuchaba a los pájaros que continuaban en su empeño de hacerme entender su triste canción. También había una familia: padre, madre, hijo e hija. La pequeña brillaba con una luz especial. Yo la reconocía, no a ella, sino a su luz, una luz del mismo color que la mía pero más intensa debido a su juventud e inocencia que dolían con sólo mirarla. Entonces ella abandonó su asiento junto a sus padres para acercarse a mi mesa con pasos demasiado seguros y maduros para ser una niña. Me percaté de que no era ella la que andaba, era su resplandor, y este era su alma, que era la mía, y vino a fundirse en un solo hálito de vida que me consumió.
“Por fin te he encontrado, aunque en realidad nunca me has abandonado, porque tú eres yo, y yo soy tú. Sé que es amargo pero este mundo no nos corresponde, somos un error. No llores porque nos volveremos a encontrar en otro tiempo y otro lugar, porque la luz es eterna, ha brillado siempre, y siempre existirá. No desesperes porque esa es la única muerte.”
Oí todo eso sin necesidad de que ella tuviera que abrir sus labios; fue lo único que calló a los pájaros y con ellos a su canción. Luego ella se marchó con su luz, debilitada por el fortuito encuentro.
Era el preludio de una muerte anunciada.

Salí del local, sabiendo que no podía alcanzar ya nunca más la felicidad, no en ese ‘ahora’, no en ese ‘lugar’. Me di cuenta de que el cigarro se había consumido, encendí otro que me acompañaría en el paseo de vuelta a casa a la que no llegaría nunca. Los pájaros seguían entonando su canción de muerte; era la mía.

Fui feliz por un instante pero, como tal, pasó. La certeza de no poder volver a conseguirla me oprimía el pecho con cada calada que fumaba del fuego de mi alma. Y así, consumido por mi tristeza y agonía, como las cenizas ardientes de un cigarro, lo comprendí justo antes de desaparecer...los pájaros me daban la bienvenida al reino de los muertos.

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